miércoles, 27 de diciembre de 2017

Un encuentro, un cuento

El trabalenguas, trabalenguas


La limosina se abre paso lentamente entre el grupo de entusiastas peruchos y sale del aeroparque llevando al ilustre visitante. El calor matinal es abrasador. El vehículo pasa entre holas, vivas y “qué guapo” de las señoras. Y cuando está precisamente a mi lado, con la ventanilla abajo, lo veo sonriente y expectante, así que estiro la mano abierta y nos saludamos firmemente. Yo de 18 años y él, el presidente del Perú, de 36.

Vine a Córdoba a pasar el verano en casa de la familia de un amigo. Es mi primera vez fuera del país. Estoy en el bus a punto de cruzar la frontera entre Chile y Argentina, por el Paso Internacional de Los Libertadores, en el vientre de la cordillera andina. Acaban de darme la visa de turista por seis meses. Esa tensión “Marca Perú” frente al oficial de migraciones ya se ha disipado. Pero pasan cinco, diez, quince minutos y seguimos esperando en nuestros asientos, pues tienen retenidos a tres pasajeros. “Los puneños no salen todavía”, se queja el conductor. El cuarto hombre que viene con ellos se desentiende de la situación hundido en su asiento, pero se esfuerza en mirar hacia las oficinas de control. Las persianas le impiden ver qué pasa allí dentro. Sin duda, este señor es quien los lleva a tierras gauchas. Un oficio sospechoso, por decir lo menos, pero muy requerido en estos días. Todos se van del Perú. Argentina se ha convertido en el primer destino de muchos compatriotas que buscan siquiera un porvenir. Usan todos sus ahorros o, inclusive, se prestan para pagarles a estos profetas mercantilistas que ofrecen llevarlos a esa tierra prometida pero sin garantía alguna. “Que te den la visa no depende mí, ah”. Es un negocio para inescrupulosos como este individuo que resopla aliviado, “¡por fin!”, al ver subir al bus a los tres rezagados. Ellos sonríen nerviosos y le buscan la mirada, pero él no despega su rostro de la ventana humedecida por su propio tufo. Algunos pasajeros celebran con murmullos y uno que otro espaldarazo.

El bicho de escuchar música me picó un poco tarde. Recién en cuarto de secundaria. Gracias a los amigos del cole me enteraba de lo que sonaba en el mundo. Empecé con Deff Leppard, Van Halen y otros rockeros mientras iba descubriendo mis gustos específicos. Encontré la radio Doble Nueve con sonidos que me interesaban. De hecho era la radio menos pacharaca del dial. Era imposible escuchar aquí los hits comerciales que se repetían y saturaban el resto de frecuencias de rock y pop. Además, sintonizando Doble Nueve, encontré también rock en castellano diferente, bueno, que me tocaba. Sin día ni hora fija tenían un segmento de 30 minutos con esta rarísima música. Noté que era rock argentino. Cabe decir que en esta radio los disc jockeys no intervenían entre canción y canción; tres o cuatro de ellas fluían sin ninguna interrupción, lo cual era buenísimo pero tampoco me enteraba del nombre de las canciones ni de los autores. La curiosidad inicial se transformó en intriga porque dependía de esta radio para escuchar temas que ya se habían vuelto mis favoritos. Las baladas no estaban ausentes. Ya había terminado el colegio y mis ojos y mi corazón se desorbitaban por una y otra adolescente. Entonces prestaba más atención a las letras de “las lentas” y le subía todo el volumen al tocacasete. Decidí entonces grabar estas canciones para escucharlas cuando yo quisiera. Mi “toca-toca” tenía sus años. Originalmente fue el equipo de música de la familia, pero luego de varios años mis viejos se olvidaron de acompañar nuestros almuerzos y cenas con música. Así que mi hermano y yo tomamos posesión de él. La tapa de la casetera no existía más, el dial tampoco, la antena se había roto pero, por suerte, captaba bien la señal. “Terminator” le llamaba yo. Destartalado y todo pero seguía “matando”. Atento al segmento de rock argentino dejaba colocado un casete listo para grabar, con las teclas apropiadas presionadas y la de la pausa lista para saltar. Así grabé temas que luego descubriría pertenecían a los grupos Sui Generis y Serú Girán. Pero más importante aún, descubrí que el genio creador detrás de estas bandas era un flaco de lentes inmensos y bigote bicolor llamado Carlos Alberto García.

Paseamos por el centro de Córdoba con mis patas y me sorprendo al ver unos afiches de gran formato. Una propaganda con el retrato de una niña rubia y ojiverde con gesto de súplica y acompañada de una frase de notable tamaño: “Patria querida, dame un presidente como Alan García”. Sin sutilezas, la oposición del presidente Alfonsín le reclama que haya agachado la cabeza ante el FMI, en vez de imitar al peruano que se niega a pagar la deuda a los gringos. El verbo y demagogia de nuestro presidente han traspasado fronteras. Continuamos caminando por la peatonal en búsqueda de una discotienda y, de pronto un señor mayor, al notar nuestro acento peruano, nos hace la conversación. Se despacha en elogios para Alan al propósito de su visita a la ciudad. Resalta sus cualidades pero, sobre todo, su inteligencia por haber elegido por esposa a una cordobesa: Pilar Nores. Una gran dama, de muy buena familia, una de las más poderosas de Argentina. “Acá son dueños de diarios, revistas y alguna radio; ¿viste, pibe?”. Me salta el ego y me jacto de haberle dado la mano a García esta misma mañana. Él toma mi mano inmediatamente y, durante un eterno minuto, se despide emocionado.

Llegamos a la tienda de discos… mejor dicho, megatienda. Se abre ante mí la vida y obra del rockero argentino también apellidado García. De nombre Charly. Elepés, cancioneros, biografías y afiches del inspirado músico por doquier. Delante de mí están sus producciones desde 20 años atrás hasta su reciente trabajo solista. Toman nombre, forma y color esas melodías que carraspeaba mi “toca-toca” años atrás. Difícil escoger qué llevarme porque tenía la plata justa para mi retorno a Lima. Me meto a una cabina para escuchar cada impecable vinil. Redescubro sus canciones, voces nuevas, instrumentos que las gastadas cintas que recopilé habían casi apagado. Me lleno de la lírica y rebelde lucidez del Charly adolescente de barrio, el hippie melenudo, y también del cuarentón pelicorto con mundo, con bronca y ya con talla de leyenda viviente. Voy ojeando revistas sobre él, la Pelo, y entre otras me encuentro con una de formato particular, tipo tabloide, donde un retrato suyo a lápiz domina la primera plana. Pero en la esquina derecha, abajo, en un tamaño más discreto, sobre el titular “El otro García”, aparece un retrato de Alan. En la cabina la aún melodiosa voz de Charly sentencia: “y es que aquí /sabés, / el trabalenguas, trabalenguas / el asesino, te asesina / y es mucho para ti, / se acabó ese juego que te hacía feliz”.

Charly Salinas Jaramillo
2017

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