No
te calles
Italo
sube por la escalera de caracol. Bolsas en mano. Antes que llegue a
la azotea alcanza a escuchar los gorjeos expectantes de sus vecinas. Hace una pausa
para echar un vistazo al mar como todos los días, pero esta vez la
pausa se torna en contemplación, reflexivo cierra los ojos y la
brisa mañanera infla sus pulmones, celeste que te cueste en el cielo
y el sol desperezándose detrás de su minidepa alquilado en el
tercer piso de una casa miraflorina. Paz se quedó el fin de semana.
Y hoy se lo tiene que contar, hoy tiene que ser. Las palomas lo esperan con
real devoción en el techo de calamina, otras en las paredes y ventanas de ladrillo del minidepa de al lado que está a medio construir.
Saben que llegan sus suculentas migajas de pan, por montones. ¡Al
ataque! aletean ellas, se atropellan... muy pocas blancas, las más
gris rata y no muchas de plumaje color capuccino
con toque de verde en anillo alrededor del cuello. Inflando sus
buches exigen el desayuno dominguero de este verano que se asoma
con toda su luz y todo tu calor.
Paz
te llamas mi paloma y no eres blanca. Tu piel es del color del fuego
y no necesitas alas pues tu flama vuela mucho más alto. Duermes aún.
Tus ojos arrullados por el murmullo sin cesar de las torcazas arriba del techo. Preparo el desayuno en la mesita desplegable de madera:
Yoghurt, ensalada de frutas, leche, tamal, jugo de naranja y unas
crocantes ciabattas. Nada frito porque no tengo cocina. Eso sí,
quien inventó este calentador eléctrico que se apaga
automáticamente al hervir el agua es un genio. Sobre todo para
nosotros los solteros: On.
Muy despacio trepo a la cama, tu perfil aplastado sobre mi almohada
celeste. La nariz delgada con arco bastante pronunciado y mentón en
perfecto ángulo de noventa grados. Lo que se dice una muy femenina y
retadora quijada. Viene a mi mente el perfil de un indio apache de
los cartoons...
sólo te faltan las plumas mi Paz. Meto la nariz en tu cabellera,
dorada por el sol y la sal del océano, aspiro fuerte, te doy un
beso. Despacio, besito a besito, tu sien, tu angulosa mejilla; no
quieres abrir los ojos, beso la comisura de tus labios, empiezas a
sonreir mientras giras tu rostro hacia arriba. Abres tu boca y atrapo
tu primer aliento cálido y perezoso. Me gustan los sabores nuevos,
pero más aún los sabores únicos. Tus adormilados ojos me chequean
y me atrapas con tus flacos brazos y piernas. Lanzas un placentero y
travieso miauuu. Ahora sí, abres bien los ojos, me miras... sonríes
y me empiezas a besar. Ya está el desayuno te digo. Sigue
hablándome, sigue hablándome suplicas. Mmmm te respondo mientras
busco las palabras y modulo mi voz en el tono que hace vibrar tu
tímpano. Te dejas llevar por mi natural ronquera, calculo los graves
graves y los bajos en el momento exacto. ¿Trajiste yoghurt?
preguntas y te respiro al oído afirmativamente. Suelto ese uhmmm
arrastrado que arranca en los labios y se interna resbaloso hasta la
garganta con vibratto
de manzana de adán y todo. Paras la oreja. ¿Y fruta, trajiste? me
preguntas casi gimiendo. Evoco ese ommm de oriente, incienzo y mirra
como te pones, dejo fluir mi afirmativo y muy balanceado uhumm. Me
apretas contra tu cuerpo y me pides que me calle que me calle. Estoy
encima tuyo, nada me detiene y las palabras se decantan una tras
otra.
Tic,
tic, tic... tic, tic, tic. La agitación de las palomas va in
crescendo,
corren de un lado al otro del techo. Aletean incesantemente, unas
tratando de montar a las otras, en el techo de calamina, más
ardiente que nunca, dejan sus huellas: pequeñas flechitas apuntando
a todas las direcciones, desencontrándose, van y vienen señalando
un camino confuso. Saltan, se picotean, levantan polvo, vuelan las
plumas, gime Paz montada en Italo que no deja de mirarla embebido,
extasiado.
Tu
brazo izquierdo levantado, tu ígnea cabellera reposando sobre la
cama. Tus piernas dibujando un cuatro flaco, la brasa caliente aún,
toda tú dorada por el sol y mi sal. Tu pubis aún sonríe. Sobre tu
vientre tu mano derecha. Yo aún sudando y listo para hablar,
para contarte, ahora sí Paz.
Suena
el teléfono, no hay nadie más en casa, ni siquiera una de sus
hermanas. Italo tiene que contestar, corre el peligro de que sean la
gorda o la flaca, aunque con la flaca no hay problema, es más
simpática pero también más tímida, más que él incluso, lo que
los lleva a interminables y torpes silencios en sus imberbes
conversaciones. En cambio la gorda es más mandada. A ella es imposible
cortarla, siempre tiene algo que decir, algo que contar y, la verdad,
a Italo ya se le pasó la emoción de escucharlas. Esa emoción de
las primeras llamadas telefónicas de chicas... pasó. Además estaba
harto de la expresión de orgullo de su padre cuando contestaba y le
pasaba el auricular, guiñándole el ojo, repitiendo con su
estentórea voz el nombre de la niña que esperaba en el fono. Y no
le gustaba ninguna realmente. Así pues, timbradas amenazantes como
esta podrían robarle media tarde si se trata de la persistente
gorda. No le queda otra que contestar pues también puede ser su
padre desde la oficina, su madre o algún compañero de colegio.
Levanta el aparato y contesta con firmeza. La voz chillona de la
gorda se deja escuchar diciendo ¿Aló... señor?. Italo titubea,
casi cuelga pero pregunta ¿Quién habla?. Soy Nora, amiga de Italo,
señor. La gorda confundía a Italo con su padre, esta farsa no
podría resultar mejor, nunca se hubiera imaginado representarla. ¿Su
voz como la de su padre? No lo puede creer, pues hace menos de un año
al contestar las llamadas lo confundían con su hermana. Hola hijita
pásame con tu mami le decían algunas tías. Él prefería no pasar
la vergüenza de aclarar que era su hijito, con "o" de
macho. Dependiendo de su humor, a veces hacía la aclaración
sólo por poner incómodas a las señoras. Pero esto es nuevo, le
sigue la corriente a la gorda y remeda al salamero de su padre
engrosando más la voz y contándole una excusa para que no fastidie
por hoy a “su hijito". Mándele saludos de mi parte señor,
¡bye!
Off.
Se apaga el calentador. Domingo es un buen día para que inicie el
peor invierno. Lima es más gris que nunca. Ráfagas de aire frío
silban en el piso trece del edificio Mechita. Italo en la ventana
enfriándose y mirando el paisaje de cemento. Hacia el este la
avenida Benavides se pierde fagocitada por el smog; abajo las
oxidadas azoteas atiborradas de desperdicios que los clasemedieros
miraflorinos no se atreven a botar. Más arriba, casi a la altura del
piso de Italo, en un improvisado palomar en el edificio del frente
rechonchas palomas miran no sé qué con estúpida expectativa, todas
alineadas al borde de un techo como si esperasen una señal. Sacan
pecho y se lanzan. Serán casi veinte las que vuelan en picada cual
kamikases y a la altura del octavo piso en perfecta sincronía hacen
un giro radical hacia arriba. Sobrevuelan media manzana dibujando una
curva perfecta... y otra y otra. Poco más de cinco se separan de la
bandada iniciando otra ruta aérea, otras tantas aparecen sumándose
al primer grupo. Las desertoras pasan muy cerca a Italo en vuelo
ascendente, pocas blancas y siempre alguna de plumaje color capuccino
con “anillo” verde alrededor del cuello. Una siempre llama su
atención, es rojiza. Hacen otro giro y vuelven a pasar frente a él
mostrando su perfil de Botero. Italo no pestañea, las mira
indiferente.
Mi
cama deshecha, las sábanas celestes y la almohada congelada. No me
atreví a contártelo porqué sabía que te perdería, pensé
inventarme otro truco, otra magia que te exitase tanto pero nada era
igual. Me mudé a este depa y fué una buena distracción por varias
semanas. Hasta empecé a escribirte poemitas y algo resultó... pero
tus ojos reclamaban mi voz, tus tímpanos suplicaban por ella...
acercabas tu tibio oído a mi boca como forzándola, como obligándola
y entonces... solo un desesperado hálito de silencio. Me confié en
mi suerte y pensé que mi voz duraría hasta tu regreso pero no fue
así. Ni siquiera te pude advertir. Entonces doctor ¿cuánto tiempo
de vida le queda a mi voz? Dígame la verdad carajo. ¿Tres semanas,
dos meses? ¿Cómo que no lo sabe con exactitud? Escúcheme lo que le
voy a decir... sí, escuche clarito mi voz por última vez ¡Váyase
a la mierda doctor! ¿Me oyó?. ¡A la mierda! Cuando volviste del
norte llamaste por teléfono, te escuché pero ya no te pude
contestar Paz. No como aquellas mañanas que me despertabas sabiendo
que la noche anterior me la había pegado con mis amigos. Llamabas
desde tu casa, todavía en la cama y me hacías hablar porque sabías
que iba a estar con esa ronquera resacosa y cavernosa. Además
descubriste que el eco telefónico reverberaba mis lúbricas
palabras. Nada poéticas por cierto, te contaba alguna anécdota
simpática de la noche, eso sí, muy despacio, frases cortas por
supuesto. A veces no podía mantener la hilación, había dormido
sólo un par de horas, lo importante era emitir un sonido similar a
una palabra, arrastrando las sílabas finales para ametrallar con la
última vocal en prolongado ralento. Aún saboreaba la sal de un
margarita y al otro lado de la línea... tú jadeante pidiéndome que
siga hablando, que no me calle. Ahora pues, sea bienvenido el maldito
silencio. Maldito yo que no te dije que te amaba Paz. Nunca
escuchaste mi voz pronunciando esas dos pequeñas palabras que suman
todo. Cuando volviste alcancé a escribírtelas, inundé mis líneas
con esas tres vocales y sus dos cómplices consonantes pero... nada,
nada se compara con decirlo.. osea claro, sentirlo es ¡la fiesta!
pero escucharlo, que esa persona especial te diga por vez primera
tamaña verdad no tiene parangón.
Lloré
pues, lloré como un cabrón cuando vi tu rostro disimulando tu
decepción la última vez que hicimos el amor. Sin palabras. Con mi
llanto de hombre, de niño, te regalé el motivo para irte. Te
vestiste. Sabía que era el final y mudo lloré tu adiós. Ahora, mis
sábanas celestes yacen petrificadas sin el calor de tu piel ocre,
sólo un halo blanquizco mi paloma, una mancha que agoniza del charco
que mis últimas lágrimas dejaron.
Por Carlos Salinas Jaramillo
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