miércoles, 21 de septiembre de 2022

Crónicas

Una tumba en Chota

Yo soy chotana, dijo mi madre firmemente, al guardián del cementerio. Ella puso los brazos en jarro y la tierra empezó a temblar.
Mi hermana y yo éramos unos pequeñajos. Ella de cinco y yo de siete. Por fin encontramos algo divertido que hacer aquella mañana frente a la tumba del abuelo. Una loma de césped de casi un metro de alto entre dos pabellones se prestaba para nuestros saltos acrobáticos. Ganaba el que llegaba más lejos. Era nuestro segundo día en la tierra de mi mamá y el primer viaje de toda la familia. Inolvidable octubre del ’74.
Cortamos con nuestro juego cuando el guachimán apareció intempestivamente y nos resondró. Era temprano, no había más gente en el cementerio. Mi padre, hombre de carretera y de la pesca, normalmente lo hubiera guapeado pero la miró a mi madre como diciéndole “estamos en tu cancha”. Entonces ella se puso por delante y, luego de exclamar con la frente en alto que era chotana y visitaba la tumba del capitán Jaramillo, el señor huyó despavorido… Celebrábamos que espantó al aguafiestas y, de pronto mis hermanas mayores nos tomaron de los brazos y corrimos siguiéndolo por el laberinto de pabellones. La tierra temblaba… Chota temblaba, el Perú temblaba. Mi padre y mi madre apuraban el paso con mi hermano por el sinuoso camino de césped. Antes de llegar a la salida ya había terminado el sismo. Los vecinos, algunos en piyamas, comentaban asustados en la puerta de sus casas.
Mi madre, prácticamente, no conoció a su padre. Tenía tres añitos cuando este murió en 1936 en Chota. Allí llegaron el capitán Jose Aurelio y mi abuela Esperanza seis años atrás procedentes de Cutervo, con tres pequeños en brazos. El capitán fue jefe provincial militar en la provincia aledaña desde el ‘25, donde además lideró la junta de conscripción vial construyendo los caminos hacia Bagua y hacia la costa. En Chota los esposos tuvieron tres hijos más. Corría un accidentado 1936 cuando una neumonía fulminante acabó con la vida del capitán, dejando a Esperanza, de solo 26 años, con sus seis pequeños. A pesar que la familia de mis abuelos residía en Caraz, la joven viuda decidió permanecer en Chota donde se sentía cobijada por las familias con quienes estrecharon lazos con su marido. Así pues, podemos decir que mi madre y sus hermanos crecieron felices en esta hermosa e histórica ciudad de la sierra cajamarquina.
Ketty Jaramillo al centro abajo.
Dorita Rojas a su derecha

Un recuerdo de adolescencia es un gran almuerzo que organizó mi madre en nuestra casa en Jesús María. ¡Vienen las chotanas! Una vez al mes le tocaba a una de la veintena de amigas de infancia, ora con una vida hecha (y derecha) en Lima, recibir en su casa a las demás. El entusiasmo de mi madre llenaba la casa los días previos y, más aún, el sábado mismo. La señora que trabajaba en casa, Maura, preparaba los platillos, inclusive mi hermana mayor colaboraba. Los menores fungimos de mozos y no nos cansábamos de escuchar los mimos y elogios de las divertidas señoras. Recuerdo claramente a mi madrina Meche Arrascue, a las hermanas Alva, a Bertha Díaz, mi profesora del nido en Pueblo Libre que secó mis lágrimas del traumático primer día escolar y, por supuesto, a Dorita Rojas, también profesora y muy cercana a la familia. Ella enseñaba en dos colegios y, además, daba clases particulares. Varios de los 5 hermanos disfrutamos de esas lecciones y sus miles de anécdotas carcajeándonos con ella. Ver a mi madre, aquella tarde, disfrutar con sus compañeras de la vida en medio de ene conversaciones era un privilegio. Casi volvía a ser una colegiala.
El capitán Jaramillo (de uniforme) con
autoridades de Cutervo en el día de la bandera.

De aquella visita a Chota guardo muchas imágenes, aunque solo tenía 7 años: el verdor de la campiña, cuan grande me sentía montado en un caballo, la casa antigua donde nos hospedamos y los retratos colgados de personajes con miradas severas, las historias sobre mis abuelos cuando él vivía, ver por primera vez una tumba sin conciencia alguna de la muerte más allá de un habitáculo fantasmal. Sin embargo, en la actualidad llegan a mí testimonios de aquel entonces, documentos. Discursos del capitán Jaramillo en el ejercicio de sus funciones, tanto en Cutervo como en Chota, arengando con un verbo exquisito a los lugareños, hablando de honor, de honestidad, conminándolos a contribuir al crecimiento de sus propias ciudades contribuyendo con trabajo honesto y constante. Advirtiendo, también, sobre los enemigos del progreso colectivo y la patria… La patria era un concepto más tangible aún. En el ’29 Tacna estaba pronta a retornar a la soberanía peruana. Los ecos de la guerra con Chile aún reverberaban.

Puedo imaginarme a una niñita rubicunda caminando de la mano de su madre vestida de negro, quien carga en brazos a un bebé, en medio de un cortejo fúnebre masivo entre las calles. Avanzan rodeadas de militares formados en filas, adolescentes sanjuanistas, gentes de los pueblos vecinos y autoridades. Finalmente se detienen. Los cantos lastimeros cesan y se dejan oír sendos discursos que describen el ejemplar proceder del capitán Jaramillo como hombre de familia, como ciudadano, como autoridad e, inclusive, como educador. Esa niña, mi madre con solo tres años, no recordará este trance en medio de sus hermanos mayores, infantes todos. Quizás solo una imagen retuvo en su memoria al levantar la mirada del suelo: el cielo celeste prístino delineando las lomas verdes del calmo horizonte chotano.
Esperanza, la joven viuda, rodeada de sus 6 hijos:
Pepe, Chale, Guely en su falda, Ketty (mi madre), Coco (el mayor) y Yone.
Los acompaña una joven que ayudaba a mi abuela.

Postdata: La expresión de mi madre orgullosa reafirmando su origen quedó grabada en la familia, con el sarcasmo que corresponde: como mágica fórmula para zanjar cualquier conflicto, salvoconducto para acceder a clubes de los que no éramos socios o conseguir mesa sin la reserva respectiva.

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